viernes, 19 de octubre de 2012

Relato: Vitaly. Capítulo I

“Quisiera dormirme y al despertar ser otra persona”.

Con ese pensamiento se tumba en la cama y cierra los ojos. Los vuelve a abrir, consciente de que no va a servir de nada y nota de nuevo esa sensación en la boca del estómago que no la deja respirar.
Escucha. En la “sala de comidas”, alguien trajina con cacharros. Acaban de poner en funcionamiento el generador. Odia ese ruido.

Vuelve a cerrar los ojos. Tiene tantas cosas que hacer y ninguna en realidad. Tan poco tiempo y todo el tiempo del mundo. La ansiedad vuelve, pero no tan fuerte como para forzarla a levantarse. Echa un vistazo al suelo, lleno de cosas como siempre, objetos inservibles la mayoría pero que se acumulan día tras día porque nadie se atreve ya a salir, ni para deshacerse de la basura.

Suena un timbre. Ni se inmuta porque sabe que no es para ella. Esa certeza la obliga a cerrar los ojos de nuevo, esta vez para que no se le empañen las gafas. Decide cambiar de postura porque una mano se le está durmiendo y se pone más cómoda. “Por lo menos un sueñecito, para dejar de pensar”. Pero sabe que no va a poder ser.  Los otros vendrían enseguida a preguntarle si está enferma, tendría que decir que no y luego irían a contarle a los demás que se metió en la cama por aburrimiento y a ella le daría rabia porque no es cierto, no es aburrimiento, solo ganas de no estar despierta.

Por fin se decide a hacer un pequeño esfuerzo y se incorpora. Coge su diario y empieza a escribir sobre la profesora de Lengua que hace un año y en otra vida (“¿ha pasado un año?”) la suspendió por “no usar frases subordinadas”. Debería haber escrito sobre ella en su momento, pero nunca es tarde para criticar a alguien aunque ese alguien ya esté muerto y enterrado. Hay que aprovechar la inspiración del momento.

Deja un momento la escritura y levanta la vista. Comprueba que desde la cama puede mirarse en el espejo que hay en la pared. Observa un rato su boca, demasiado gruesa, su cara redonda y sus cejas, tan rebeldes; se detiene como siempre en ese bultito que le salió hace un mes en la mejilla y que aún nadie ha visto (“las ventajas de ser casi invisible”) porque está oculto con ese pelo grasiento y lacio, que nunca ha sabido cómo ponerse y que ahora no puede cortar.  No quiere pensar en eso ahora y en un arranque súbito de energía que no sabe de dónde ha venido, se levanta y se estira, para luego volver a sentarse.

Encendería la radio pero atraería la atención de los otros y últimamente tampoco le gusta ninguna canción. Y aunque le gustara alguna, ¿qué probabilidades hay de que sonara en aquél momento? Con otro impulso repentino atrapa el lápiz y el diario y escribe la frase que Eri le dijo esta mañana cuando se encontraron en el pasillo: “La sumisión más absoluta también puede conducir a la libertad total”. No sabe lo que significa, pero se lo preguntará mañana cuando se vuelvan a encontrar. Después de ese esfuerzo, vuelve a tumbarse, aunque antes coge el paquete de galletas que tiene escondido bajo el colchón.

A lo lejos se oye el sonido de las noticias en la “sala de escuchar” Hoy no quiere llorar pero le va a ser difícil. La locutora lanza palabras en voz monótona “… el número de muertos hoy….” Las palabras se atenúan un poco con el susurro de las conversaciones en la sala. Dirige la vista hacia la puerta y ve pasar a Run, una de las chicas de la sala de enfrente. Nunca ha hablado con ella porque la suele mirar por encima del hombro. “Lleva una bonita chaqueta”, piensa antes de tragar la última galleta y volver a su diario. Escribe: “Hoy no quería llorar pero he llorado”.

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