viernes, 14 de noviembre de 2014

Relato: Invierno de Inflexión (II) - La segunda entrevista


  1. La primera entrevista






Capítulo 2. LA SEGUNDA ENTREVISTA


Al día siguiente, Corbata Hiriente me llama a la hora de comer. 

–¿Podemos quedar mañana al mediodía? –es su saludo cuando descuelgo el auricular.

Improviso rápidamente una excusa. Hoy paso de mi psicóloga.

– ¿Entonces quizás el viernes? –insiste–.  Aunque no puedo quedar fijo porque hace tiempo que no veo a mi hermana y mi cuerpo me pide horas de sueño   –hace una pausa para coger aire –. Los médicos me han dado un toque.  

Digo que sí como si hubiera entendido algo de lo que acaba de decirme.

–Tengo trabajo para usted en el caso de que me ataque algún virus y caiga enfermo – dice antes de colgar.

Me quedo mirando el teléfono como una idiota  y me sobresalto cuando vuelve a sonar.  Ha olvidado explicarme en qué consistirá mi trabajo.  Prefiere aclarármelo ahora, no quiere perder tiempo ni hacerme perder el mío.   

Y así es como finalmente me entero de las características del puesto: cuatro horas por la tarde haciendo labores de secretaria. Sin contrato, por supuesto, haciendo “prácticas”. El primer mes será sin cobrar y luego me dará una “ayudita” para transporte y “trapitos”.  Estoy demasiado sorprendida para decir nada, pero es una muestra clara de mi delicada situación actual el hecho de que me presento el viernes a la hora indicada. 

La idea es estar un rato con la chica que hace las cuatro horas de la mañana.  Estoy un poco nerviosa  al llegar, pero luego pienso que quién me está ofreciendo trabajo (y basura para más inri) es el tío más borde de la ciudad, así que ya no me preocupo.

A las doce en punto estoy sentada en la misma silla que la otra vez. Corbata Hiriente, que hoy en realidad sería Pajarita Hiriente,  o Chaleco Floreado, pero ya es tarde para cambiarle el nombre, me ha puesto “deberes”: tengo que escribir en un folio lo que espero de la empresa y lo que yo voy a aportar. Largo un rollo infumable en 15 líneas (que se noten los años de Universidad) y lo firmo, detalle por cierto,  que a él le gusta mucho.

A continuación tengo que simular que contesto a una llamada telefónica. Tomándome en serio la tarea, trato de acercarme la silla para sentarme y coger el auricular y observo alarmada cómo a mi alrededor todos los habitantes del Cubo dan un respingo al unísono y ponen cara de susto. Deduzco acertadamente que he cometido el pecado capital de sentarme en  “su” silla.

Tras ese tropezón, me agarra del codo para conducirme ante la mesa de la secretaria de la mañana, una mujer de mediana edad con el pelo rubio ceniza y un peinado que ya estaba pasado de moda en la época en que se llevaba. Gruesa capa de maquillaje y perfume anestesiante. Tengo que toser para recuperar el aire.

La formación que me ofrece Perfume Anestesiante  consiste en una explicación pormenorizada de  lo que hay en los cajones y a continuación me entrega un cuaderno. Después me presenta a Calvo Entero, que resulta ser socio de Corbata Hiriente, quién por cierto está detrás nuestro todo el rato repitiendo en nuestras nucas como un mantra:

–Ritmo, rumbo, fondo y forma, señorita Lidia, ritmo, rumbo, fondo y forma.

Como ya es hora de comer, me pide que vaya con él (mi turno va a empezar a las tres de la tarde). No puedo negarme y recojo mi bolso resignada.

Cuando estoy dejando mi cuaderno en el cajón Perfume Anestesiante me dice bajito “suerte”. Me dan ganas de besarla.  Al menos hay alguien normal en esta oficina, empezaba a pensar que había aterrizado en alguna especie de secta.

 Cruzamos las obras del parque y entramos en una callejuela tétrica dónde hay un pequeño hotel. En un alarde de falta de imaginación, el rótulo situado en la fachada  pone “El Hotel”. Entramos y vamos directos al restaurante.

Por el camino me ha ido diciendo que no me preocupe, que las secretarias ya no son como antes, ya no tienen que comprar entradas de teatro ni regalos para la mujer del jefe. Estoy concentrada en seguir  sus grandes y rápidas zancadas a saltos por la acera desdentada y no le estoy prestando demasiada atención. Además, tengo un hambre canina, en mi cartera sólo llevo el bono del bus  y me van a invitar a comer. Puedo aguantar un rato de comentarios machistas.

En el restaurante, al igual que en la cafetería de ayer,  me indica cuál es la silla que debo ocupar. También me entrega la hojita del menú pero elige por mí: ensalada y pollo.

Después de la comida, tomamos café él y té yo.  Y después, copa él y té yo, así unas cuatro o cinco veces.  Entre medias, hace venir a Medio Calvo, para  “despachar” con él un rato.

Aprovechando una ausencia de Corbata Hiriente para visitar el baño, Medio Calvo me explica bajito que nuestro “amado jefe” es alcohólico y está pasando una crisis, porque su mujer le ha dejado, su hijo no le habla, se acaba de mudar y no tiene amigos.

–Lo raro es que su mujer no le despachara antes. Es un cabrón borracho de mierda y hay que andarse con ojito. Se cree poco menos que el empresario del año y es sólo un desgraciado muerto de hambre –Medio Calvo escupe las palabras enfadado–.  En cuanto encuentre algo me largo y que le den por el culo.   

Medio Calvo me resulta tan repulsivo en su forma de hablar, que casi consigue el efecto contrario de convertir a Corbata Hiriente en simpático.  Afortunadamente, se va en cuanto nuestro jefe vuelve del baño.

Otra vez a solas, Corbata Hiriente me explica que lo que estamos haciendo también es trabajo.

–No se confunda, formas y formas, señorita Lidia  –dice sin que yo sepa a cuento de qué.

Creo que nunca me han tratado ni he tratado tanto de Usted como estos días. Pero resulta que no me disgusta, me ofrece la distancia  justa que necesito con este individuo al que curiosamente las palabras de Medio Calvo han hecho parecer algo más humano.

Me dice que soy muy elegante, que combino bien los colores y que le gustan mis zapatos.  Según se va emborrachando, su manera de hablar se amanera un poco. Ahora me fijo en las rojeces de su cara tan típicas de la gente que bebe demasiado, y en sus ojeras y sus ojos oscuros siempre llorosos. Aún así, para alguien que no le conozca, puede resultar un maduro interesante. Alto, con porte, de los de  traje , chaleco y corbata, camisa inmaculada  y salvo esa tendencia a  elegir corbatas estridentes, con cierto estilo. Eso sí, en cuanto abre la boca, toda impresión positiva se desvanece.

El camarero nos pide amablemente que vayamos a la zona de la cafetería, ya que tienen que terminar de recoger el restaurante.  Mi jefe le mira como si fuera una babosa repugnante, casi parece que va a escupirle pero termina levantándose y nos acomodamos en otra mesa.

Después de elegirme la silla, me regaña como a una niña por apoyarme en el respaldo y no en la mesa. Tengo que demostrar interés y si me apoyo en la silla, puede parecer que estoy a la defensiva. «Parece porque lo estoy», pienso.

Hace venir a Bigote Garay, y mientras llega, le describe como  a un aldeano al que probablemente despedirá en enero. Cuando llega, se embarcan en una discusión interminable sobre un cliente mal pagador, pero Bigote es afortunado, tiene entrenamiento de rugby y en  cuanto dan las siete dice que se va mientras yo tengo que continuar enganchando tés y visitas al baño.

Por fin salimos a la calle. Mi acompañante va "cargadito" de Cutty Sark y su espalda ya no está tan recta como el día que le conocí.  Al ir a cruzar una calle, casi se da de bruces con una monja que le esquiva en el último momento. Unos metros más adelante,  me agarra inesperadamente del brazo y me obliga a girarme con él para seguir a la monja. Tenemos que correr para alcanzarla. Cuando lo hacemos, le dice  que desea  profundizar en su vida espiritual.  La asombrada monja nos mira con cara de susto, pero mi cara de desconcierto debe de darle algo de confianza y  acaba por invitarnos a la residencia de ancianos a la que se dirige y que está ahí al lado.

Hacia allí nos encaminamos mientras yo voy pensando que a lo mejor,  secta no, pero igual sí que he aterrizado en algún universo paralelo. Cuando entramos, un montón de jubilados interrumpen su partida de cartas para mirarnos. Mientras Corbata Hiriente lo curiosea y toquetea todo, yo tengo que pedir permiso para ir al baño. Tanto líquido está haciendo estragos y nunca he necesitado con tanta urgencia un retrete. Casi echo a correr mientras voy sorteando ancianos y taca–tacs por un interminable pasillo.

Salimos después de que la monja nos invite a pasarnos otro día a tomar un chocolate con churros. Corbata Hiriente se ofrece a hacerles un plan de marketing a un “módico precio” y le da su tarjeta.

Salimos a la calle y me acompaña de nuevo a la parada del autobús mientras me pregunta una y otra vez si voy a volver al día siguiente.  No sé qué contestarle. Le digo que conduzca con cuidado y por primera vez desde que le conozco me sonríe.

Llego atontada a casa. Son las diez de la noche y salvo el rato de la mañana no he pisado la oficina. Termino el día llorando en el baño. He regresado a la realidad y constato lo anormal que ha sido el día de hoy. Con todo, ha supuesto un cambio en la maldita rutina. No sé si odio más a este individuo o me da pena, dos sentimientos que curiosamente tengo a menudo hacia mí misma.

Es viernes noche, no tengo más compañía que mi tele y una planta mustia, herencia de un inquilino anterior. Estoy resignada, que es lo peor que se puede estar. Resignada  e indiferente.  El  lunes me presentaré  puntual a mi nuevo trabajo, no tengo nada mejor que hacer, ni tampoco nada que perder.



(continuará)





No hay comentarios:

Publicar un comentario