sábado, 15 de noviembre de 2014

Relato: Invierno de Inflexión (III) - Primer día


  1. La primera entrevista
  2. La segunda entrevista






Capítulo 3. PRIMER DÍA


Después de un fin de semana sin pisar la calle, quejándome de mi mala suerte y comiendo porquerías frente  al televisor, mi estómago y mi ánimo van a la par en nivel de malestar. Aún así el lunes encuentro el modo de arrastrarme a la hora convenida hasta mi nuevo empleo.

Empleo. De algún modo tengo que llamarlo, aunque de un poco de vergüenza contarle a nadie que voy a empezar a trabajar en una empresa que a todas luces parece no tener permisos en regla, sin contrato, apenas cuatro horas y por un dinero que no me llega ni para pagar la luz que consume mi microondas y mi televisor, los únicos electrodomésticos que utilizo desde hace unos meses. Seguramente es una suerte no tener a nadie a quién contárselo.

Llego pronto  y me da tiempo a tomar una manzanilla para acompañar la aspirina de casi todos los días, en la cafetería de la Bizca.  Doña Calceta sigue en el rincón como si hubiera dormido ahí. De hecho tiene los ojos cerrados, la misma ropa y está totalmente inmóvil. Si no fuera porque la bufanda ha crecido desde el otro día, pensaría que está muerta desde entonces.  Tras un rato, abre los ojos y me sorprende mirándola. Desvío la mirada pero ya es tarde, me saluda y quiere entablar conversación. Le pregunto educada por su bufanda. Supongo que a ella también le han pillado de sorpresa las altas temperaturas que estamos teniendo para esta época del año. Aunque seguro que no sufre de migrañas diarias como yo.

–Es la tercera bufanda que tejo este mes  –dice mientras se acerca a enseñármela.

No le queda más remedio porque tiene un montón de nietos. La verdad es que está quedando bonita y así se lo digo.

–Yo soy un desastre para estas cosas –confieso.

Me mira con tanta pena como si le hubiera contado que tengo una enfermedad terminal. Promete enseñarme si me paso por ahí mañana. Le doy las gracias mientras pienso que al día siguiente tendré que tomar la manzanilla en el local del Bizco.

Cuando llego al Cubo, sólo está el Socio. Me hace entrega de otro cuaderno y me explica de modo prosaico  en qué consiste el negocio: realizar planes de marketing para empresas. Para eso, primero han de captar a las empresas clientes, así que Medio Calvo y el propio Corbata Hiriente son los comerciales mientras que Bigote, él y dos personas más que sólo van por la  mañana y que no conozco, son los consultores. Perfume Anestesiante y yo somos las encargadas del trabajo administrativo, ella por la mañana y yo por la tarde.

La verdad es que no presto mucha atención, porque espero haberme ido antes de que acabe la  semana. He venido por no quedarme en casa,  así que en cuanto me canse, me voy.

 El Socio debe de tener unos cuarenta años, es alto y delgado y con pintas de seminarista. Hoy lleva una camisa pasada de moda de manga corta que deja al descubierto la pelambrera oscura que cubre sus brazos. Sus gafas de pasta se mantienen en precario equilibrio sobre una nariz aparentemente siempre constipada. Imagino que es alergia. Lleva la cabeza afeitada para disimular la calvicie,  pero juega en su contra, porque tiene una cabeza con forma de huevo y llena de bultos. 

Mientras habla me fijo en que  tiene un cutis terrible, sin vida y lleno de manchas, propio de un fumador compulsivo como me lleva poco tiempo descubrir que es. De hecho creo que aquí fuman todos menos yo.
De joven tal vez fuera un  tipo guapete o simplemente resultón pero lo que queda ahora es una triste sombra, un vulgar vendedor de enciclopedias, que olvidas a los cinco minutos de haberte cruzado con él.

Me entrega una hoja impresa con una plantilla para que lleve el registro de mis errores. Sospecho que eso no es de su cosecha, huele a Corbata Hiriente por todos lados. Tengo que llegar a veinte errores, pero no me dice por qué.

Por cierto que aunque Corbata Hiriente no está físicamente, consigue hacerse tan molesto como si lo estuviera.  Me llama a los cinco minutos de mi hora de entrada, supongo que para comprobar que no me lo he pensado mejor y realmente estoy en la oficina. Y sigue llamando a intervalos irregulares con las excusas más nimias, excepto la última llamada que emplea para avisarme que tenemos otro candidato a empleado que llegará en breve.

El susodicho llega diez minutos después. Se trata de un recién licenciado, un jovencito  imberbe. Llamo a Corbata Hiriente al móvil para avisarle y me da instrucciones para  que le entregue al candidato el dossier de la empresa para leer y que se entretenga. 

Le doy a Imberbe un par de carpetas que encuentro por ahí – soy incapaz de encontrar el dossier de marras –  y le siento en la mesa redonda  a que contemple cómo van las obras. El pobre ni pestañea durante las próximas dos horas.

Medio Calvo llega y sin saludar siquiera se sienta en su escritorio. Después de hacer una llamada de teléfono se levanta y sin  dirigirse a nadie en particular dice que va al baño. Tarda en regresar cuarenta y cinco minutos. Para entonces ya he averiguado que la principal actividad del Socio durante la jornada es jugar al solitario en su ordenador.

A lo largo de la tarde, Corbata Hiriente sigue llamando, siempre para tonterías. Con cada llamada, voy notando las copas que va sumando. Diez minutos antes de la hora de salida, nos pide a Imberbe y a mí que vayamos a la cafetería del Hotel.  

–¿Usted tiene libre hasta las ocho? ¿Y usted? –Lo primero que nos espeta al vernos, mientras nos mira alternativamente a uno y a otro.

Según nos explica, es obligación del buen empleado quedarse un par de horas con el jefe después del horario. Nuevamente tiene la suerte de que no me apetece ir a casa. Imberbe no se qué triste razón tiene, pero también se queda sin oposición.

Visiblemente borracho, Corbata Hiriente también nos informa de la obligación de coger las tarjetas de visita de los sitios que frecuenta el jefe. Imberbe sin rechistar le pide la tarjeta del Hotel al camarero. También debemos preguntar los precios de las cosas que le gustan al jefe. Eso no sé muy bien a qué viene. 

Salimos del Hotel y vamos hacia un bar cercano. Por el camino pasamos por una juguetería (¿pero dónde estaba yo mirando el día de la entrevista? Este barrio está lleno de comercios  y establecimientos de todo tipo) y Corbata Hiriente nos hace detenernos.

–Tengo que hacer un regalo al hijo de una amiga.  ¿Qué demonios voy a comprarle? – dice en tono compungido mientras hace un recorrido con la mano por los peluches, muñecos  y juegos de mesa.   –nos mira con cara compungida– . ¿Qué narices se yo de niños?

Imberbe está a punto de decir algo pero él ya ha  perdido el interés y está cruzando la acera con sus  grandes zancadas. Le seguimos como polluelos hasta el siguiente bar, una especie de Piano Bar oscuro  con grandes cortinones  morados en las paredes y  cero clientes. La mujer detrás de la barra parece una Madame. Tal vez lo sea, la verdad es que el sitio parece un puticlub.  De hecho, sospechando que pueda ser un lugar de alterne, Imberbe se pone visiblemente nervioso y empieza a tartamudear.

Corbata Hiriente nos guía hasta un rincón dónde hay unos mullidos sofás y unas coquetas mesitas bajas. Después de indicarnos dónde debemos sentarnos cada uno, y una vez que hemos pedido nuestras bebidas, empieza a explicarnos con detalle todo lo que no le gusta de nosotros y amenaza con despedirnos al día siguiente. Parece haber olvidado que a Imberbe ni siquiera le ha contratado. Bueno, técnicamente a mí tampoco.

Imberbe ha estado a refrescos de cola toda la tarde y yo me he pasado a los zumos, porque mis riñones no pueden procesar más té. Corbata Hiriente pide su cuarto o quinto  Cutty Sark (y eso sólo desde que está con nosotros, no se los que ya llevaba encima cuando lo hemos encontrado)  y no le veo ninguna intención de parar.

 La Madame se ha sentado al piano y empieza a tocar una melodía pegadiza. Imberbe no sale de su estupor. Yo me aburro.

–Diez en actitud, cero en forma –está diciendo ahora mi jefe–.  ¡¡¡Y la comunicación que sea natural!!! –grita de repente a pleno pulmón haciendo que demos un respingo en el asiento. Incluso Madame se asusta y deja de tocar mientras mira en nuestra dirección. Cuando se asegura de que no pasa nada, reanuda la tonadilla.

–Señorita Lidia, no sea Usted apática – dice ahora en un tono más comedido–. Flor y látigo.

Este hombre  habla juntando aleatoriamente palabras hasta formar algo parecido a una frase, gramaticalmente correcta pero carente absolutamente de sentido.

–Técnicamente me gustó su comportamiento de la semana pasada –continúa–.  Es usted mejor al teléfono de lo que esperaba. Aún así  iba a despedirla  hoy a primera hora pero me lo he pensado mejor –dice rápidamente.

Doy un sorbo a mi bebida. Me tiene totalmente desconcertada.

–Se ha vuelto a pasar tres pueblos con mi Socio.

No sé a qué se refiere pero no me da tiempo a contestar.

–¿Tiene Usted  la tarjeta que le di el viernes?

Se refiere a su tarjeta de visita, la que me dio antes de que nos despidiéramos en la parada del bus. La saco del bolso y se la enseño, parece que tengo un punto positivo por eso.

–¿Tiene el cuaderno en el cajón?

–Sí, –contesto–,  los dos. Si quiere ir a verlos ahora…

– No hace falta, ¡por Dios!  Me fío.

Me clava una mirada que quiere decir lo contrario y me pide que me vaya, quiere quedarse a solas con Imberbe. Me parece bien, después de todo, ésta es su entrevista de trabajo.  Imberbe me mira con cara de perrito asustado cuando me levanto para irme. Me dan ganas de acariciarle detrás de las orejas y llevármelo, pero me limito a sonreírle y salgo al aire de la noche, ya algo más fresco.


Mientras camino, voy pensando en no volver mañana pero salvo que mi vida de un vuelco esta noche, ¿qué otra cosa tengo que hacer?  Tal vez por eso,  antes de coger el bus, entro en la tienda  de juguetes y pregunto los precios de todo lo que hay en el escaparate.



(continuará)








No hay comentarios:

Publicar un comentario