sábado, 30 de enero de 2016

GRISES

Si es que no quieren, no les importa.
Les da igual que la vida consista sea mediocre,
que ningún fuego caliente el alimento de la mente,
sólo el del efímero cuerpo.

Ni piensan ni sienten ni aprecian, están vacios,
huecos por dentro.
Como mecanismos autómatas o marionetas ridículas,
no quieren nada diferente, no esperan ni anhelan o respiran,
solo miran sin ver.

Se dejan llevar como el pez en la corriente,
ni una línea fuera del trazado,
ni una coma fuera de su sitio.
Predecibles e insulsos, aburridos.
NO quieren ni les importa.

¡A mí sí! ¡A mí sí!
¡No quiero rendirme! ¡No puedo! No!
¡Yo sí quiero!
Lo gritaré hasta quedarme muda. ¡Yo sí!





miércoles, 27 de enero de 2016

lunes, 25 de enero de 2016

El viento no me deja olvidar

Algunas veces viajan en el viento voces despreocupadas e ignorantes,
aromas de otras casas.
Son retazos de conversaciones distantes, alguna risa, algún secreto o rumor.
Es el sonido de otras mesas, el tintineo de la felicidad ajena,
los olores de otra comunidad.
El viento me habla y al hacerlo me humilla.
El viento no me deja olvidar.








sábado, 23 de enero de 2016

La piedra

Caminaba por el bosque
escuchando en derredor,
caminaba sola.

Lluvia y calor extraño,
tierra húmeda, apartando hojas y ramas,
iba desnuda, estaba serena,
caminaba sola.

Encontré la piedra,
no era lo que buscaba pero aquí la tengo,
la guardé.

Fría, dura, suave y lisa,
resplandece cuando no hay luz,
me acompaña si no estás,
vela mis sueños, me cuida,
atrapa mi mirada.

Caminaba por el bosque
escuchando en derredor,
caminaba sola.

Buscaba algo, no recuerdo el qué,
no lo encontré, pero estaba serena,
caminaba sola.

Piedra mojada a la orilla del río,
golpeada por la corriente,
tentación de caminantes,
obscena y resbaladiza piel,
risa perversa de triunfo final.














miércoles, 20 de enero de 2016

Antes de la tormenta

Sí, ya está aquí.
Cuando los cuervos cantan y se acerca el viento.
Cierro los ojos y entre los arboles rugen olas.
Sube la marea, anunciando que con la pleamar, llega la tormenta.
Los abro y de repente el silencio, un instante de tiempo congelado.
La calma que precede.
Sí, ya llega.










domingo, 17 de enero de 2016

Relevo

Algo se mueve,
ya se acerca la noche,
la luz se oculta.

Sonidos y murmullos,
el grillo canta,
cruje una rama.

Allá arriba el trino
de un pájaro audaz,
tan solitario como yo.

Una manzana cae,
el viento la arrancó,
el pájaro huye.

Unos ojos se asoman,
otro mundo diferente comienza.
Cedo mi sitio.
Adiós.








viernes, 15 de enero de 2016

Mucho más fácil

Es fácil dejar volar la imaginación,
mucho más que amarrarla con un lazo.

Es fácil atapar la luna,
mucho más que cerrar los ojos y no intentarlo.

Más fácil decir que sí que negar la evidencia.
Es sencillo inventar el futuro deseado,
mucho  más que aferrarse al despreciable pasado.

Mas fácil sonreír que llorar.

Cuesta menos soñar que despertar,
mucho menos volar que caminar.

Alzo los brazos al cielo, lleno mi pecho de sol,
entono esa eterna canción,
grito a pleno pulmón, ¡Sí!!

Es más fácil permitir la entrada al amor,
mucho más que hacer guardia frente a la puerta y decir que no.











martes, 12 de enero de 2016

Escalofríos

Escalofríos, no hay más,
A veces calor, a veces frío,
a veces tormento, a veces sueño,
a veces hasta sonrío, ¿no es increíble?

Hoy pensaba en ti,
en que me faltas,
en que no te tengo para darme la razón,
para pensar lo que pienso yo,
para hacer frente común frente al mundo.

Me cansa luchar sola,
fingir, soñar, protestar sola.
Me cansa hasta vivir, porque es esfuerzo siempre,
porque no hay descanso, nunca.

Siempre mirando, enfrentando, golpeando algún muro.
Siempre a contracorriente.
Siempre ahogándome,
recibiendo aplausos que además no merezco
con lo que el impacto de las flores es tan duro como piedra.

El amor que recibo mata.
Mientras, sigo esperándote

y temblando, llena de escalofríos.







viernes, 8 de enero de 2016

Relato: Corazón de guata (IX) -"Kokó, el Gorila"

"Ayer no te terminé de contar. El año pasado fue mi particular annus horribilis, ya sabes, como dijo la reina rancia ésa del sombrero  y el bolsito a juego. Fue el año en que me dejó Luc. ¿Te acuerdas de la golfa por la que me dejó? Me enteré el otro día que ya no están juntos y que además ella está embarazada de un carnicero en paro y con cara de pringado. Es cierto que la vida pone a todo el mundo en su sitio, sólo tienes que tener la suficiente paciencia para esperar a que suceda.  Claro, no me iba a quedar en la casa de Luc, dada la situación. Además, él se dio no poca prisa en compartirla con la golfa, a la que no le debió de importar que la cama no estuviese ni fría, dado el poco tiempo que hacía que yo la había abandonado. Pero bueno, ya es agua pasada y ni Luis ni la embarazada me provocan ya más que un leve picor que desaparece tras la primera rascada.

Podía haber alquilado otro apartamento e incluso estuve buscando pero en el último momento decidí que a lo mejor era el momento de volver a España como habían hecho mis padres el año anterior.  La verdad es que nunca nos sentimos muy integrados en Francia, ni siquiera mi hermano o yo que como segunda generación nacida allí podíamos considerarnos franceses, pero mis padres siempre se habían sentido tan vinculados a su tierra gallega y desde pequeños teníamos tan asumido que ellos iban a regresar algún día, que creo que la cultura francesa nunca llegó a absorbernos del todo. 

Mi hermano por ejemplo, con catorce años era esperable que fuera a protestar por la mudanza y sin embargo no pronunció ninguna queja y ahora está más que encantado en el instituto. Aquí siempre fue un niño solitario y por lo que dicen mis padres, allí está encantado y tiene un montón de amigos.  Mi caso era diferente, yo ya tenía trabajo, novio, casa… la despedida fue terrible, yo siempre he estado muy enmadrada ya lo sabes. De verdad iba mi madre a abandonarme para volver a un pueblo perdido en la Galicia profunda? Que para ir de vacaciones estaba bien, pero para vivir, yo no acababa de verlo. Pero cuando veía el brillo en los ojos de mis padres inmersos en los preparativos de dar de baja los últimos años de su vida, sentía hasta envidia. Yo hace mucho que no me emocionaba así con nada. Así que cuando me vi sola y con un trabajo de mierda en un país que nunca has considerado realmente tuyo, ¿qué puedes hacer? Pues llamar a mamá y decirle que me iba con ellos. Dios! ¡cómo se alegró! ¡Y a mí me hizo tan feliz el sentirme tan añorada!. Ríos y ríos de lágrimas que vertimos aquel día. No te rías prima.

Pero sí tenía claro es que yo no iba a ir al pueblo , lo tenía muy claro, así que mis padres buscaron un pisito coqueto y pequeño para mí en A Coruña. Por lo menos estoy en una ciudad y los fines de semana puedo acercarme a la aldea a estar con ellos.

Y hablando de mi nueva casa ¿te acuerdas el frío que hacía al principio? Aún puedo sentir el frío en los huesos cuando pienso en aquéllos meses de invierno sin calefacción, bajo toneladas de mantas e ingiriendo litros y litros de té y sopa calientes. Por cierto que ya no puedo tomar ninguna de esas dos cosas, tal es la tirria que les cogí. Sólo a mí se me podía ocurrir mudarme en los días más fríos del invierno, con la nieve acumulada en las aceras y el caos en el transporte (que no es excusa para que el camión de la mudanza extraviara nada menos que dos cajas, pedazo de inútiles). Podía haber esperado a la primavera con tranquilidad en la aldea, con mamá, que estaba encantada de tenerme de vuelta pero mi impaciencia me pudo. Bueno, mi impaciencia y las discusiones diarias con mamá, ya sabes cómo es, me trataba como si fuera una adolescente malcriada y no estaba yo de humor para ciertas cosas.

Lo peor fue el cambio de trabajo. Con  lo a gustito que estaba yo en aquel despacho en París dónde prácticamente lo único que tenía que hacer era abrir la correspondencia del jefe y ordenar la mesa todas las mañanas.  Hace poco me enteré que habían quebrado. Resulta que mi jefe metía la zarpa dónde no debía, agenciándose de lo que no era suyo, y lo que casi es peor, siendo tan tonto como para que le cogieran.  Me da un poco de pena pensar en lo mal que lo estará pasando en la cárcel un tipo como él, que no se sentaba por no arrugarse el traje. Pero  enseguida se me pasa, me basta con escuchar un par de gritos de mi nuevo jefe y  ver todo el trabajo que tengo acumulado sobre mi nueva mesa de mi flamante nueva oficina.

Cuando empecé en este nuevo curro estaba más colgada que Chita en una liana. No conocía a nadie en A Coruña y no sabía cómo integrarme en los grupitos que ya estaban formados. Sabes que yo no tengo vergüenza precisamente, pero eso es ya cuando he cogido confianza. Al principio lo paso fatal. El caso es no salía demasiado con mis anteriores amigos porque había pocas que no fueran también amigos de Luis y era un poco incómodo y como hacer amigos nuevos se me estaba dando tan mal, me sentía un poco desanimada. Me pasaba los viernes por la noche viendo la tele y comiendo guarradas que le sentaban fatal a mi estómago.

Sí, podía haber llamado a nuestras primas de la aldea, pero tienen su vida,  y no me apetece ser un incordio que tienen que aguantar sólo por ser de la familia.  Ya, ya sé que no  les importa, es lo que se dice siempre cuando sí que importa.  Ojalá tu estuvieras aquí y no en Madrid. ¿Te acuerdas de lo bien que nos lo pasábamos de pequeñas en el pueblo? ¿Y lo bien que estuvieron aquellas navidades que viniste a Francia? ¿Que no te parece que estuviera tan bien? Qué extraño, yo tengo muy buen recuerdo de aquella época.
En cualquier caso, que me sentía sola y ¿por qué no decirlo? tremendamente triste. Si te soy sincera, creo que fue el cansancio. Estaba ya harta de unirme sin éxito a clubs de fotografía, de cocina o de senderismo, a gimnasios,  piscinas o purgatorios similares, sólo para encontrarme con grupos de amiguetes/amiguetas que se habían apuntado en cuadrilla, majetes y majetas ellos y ellas, con el fin de divertirse pero con ninguna intención de ampliar su por lo visto ya completo círculo de amistades.

El caso es que vi el cártel pegado en algún semáforo y me dije ¿por qué no?.  Vale, reconozco que el contenido en una primera lectura podía sonar un poco a secta, pero  en mi ignorancia yo pensaba que una secta no se iba a anunciar con un folio impreso y mal pegado en un semáforo, y de hecho sigo pensando que seguro que son algo más sofisticadas en sus métodos de captación, no sé, por ejemplo un tipo rubio engominado en una esquina que a la vez que te da un folleto, te coge de la mano, te ilumina con su sonrisa y te dice si te apetece unirte a él  y a sus hermanos. Si no corres ni gritas “ ¡policía!” es que eres apta para ser parte de la hermandad de rubitos felices.

Me estoy desviando ¿verdad?.  Como te decía vi el cartel: “Si quieres conocer gente nueva y participar en una experiencia transformadora de verdad, éste es el taller que no debes perderte”.  Sonaba bien para una tarde aburrida de sábado y me presenté en la dirección que venía impresa debajo.

Lo primero que vi fue un montón de personas que parecían estar igual de colgadas que yo. “¡Bien!”. El taller desde luego no fue una experiencia transformadora, yo ni siquiera lo llamaría experiencia y prácticamente ya he olvidado todo lo que allí hicimos, algo sobre runas celtas y laberintos, relajación en grupo y alguna otra bobada. Lo importante es que allí conocí a Fernando.  No voy a mentir, me cayó como el culo cuando le vi, descalzo y vestido de blanco y con expresión de haber sido abducido por una banda de alienígenas y devuelto a la tierra por soso. En vez de andar, parecía levitar y movía la cabeza al son de algún ritmo interior, tan interior que nadie más notaba. Creí que era uno de los que iba a dar el taller, no te digo más, porque desde luego tenía mucha más apariencia de eso que la pareja que de verdad lo ofrecía, un simpático matrimonio de mediana edad, que supongo que al quedarse en paro él decidieron sacar algún provecho a aquel viajecito que hicieron a Escocia, o a Irlanda, o a dónde sea que ahora haya vestigios celtas. Y no está mal, ¿eh? que por lo que nos cobraron, tal vez yo debería montar también un “taller” sobre el poder de las piedras, enseñar todas las fotos que tengo de la catedral de Burgos y sacarme un dinerito para las próximas vacaciones.

Como te decía, Fernando no me gustó, tenía toda la pinta de hacer yoga. Uf, qué pereza, Prima, si hay algo que tengo claro es que una chica no debería salir nunca con un tío que tenga más flexibilidad que ella. ¡Y además estaba calvo! Y era ¿cómo decirlo sin parecer superficial? bueno, pues sí, ¡era feo! Pero como la vida a veces parece un episodio de una sitcom sin gracia, acabamos tomando una copa tras la reunión, y otra más, y otra…  El también acababa de salir de una relación difícil, de un divorcio de hecho. Afortunadamente sin niños. Y resulta que era masajista en paro. Bueno, no era un joyita pero  ¿qué quieres que te diga? ¿Qué necesitábamos cariño? ¿Qué estaba harta de no tener a nadie con quién hablar, a quién quejarme, con quién llorar?

La primera vez que cenamos en casa me trajo una botella de zumo de naranjas ecológicas y un muñeco de peluche. ¡Un gorila Prima! Y tuerto, que el fabricante había querido representar el efecto de un guiño y le había salido una mueca terrorífica. Negro y feo como el demonio, agarrando un plátano con las dos manos y sonriendo como el muñeco diabólico.  Anonadada me quedé y a punto estuve de no dejarle entrar. “No quiero volver a ver a este tío raro ni en pintura”. “Venga ya, ¿un gorila? ¿Te cuento lo de mi colección de Barriguitas y me regalas un apestoso gorila?”. Escondí al “muñeco diabólico” debajo del sofá en cuanto se marchó, por miedo a que me diera pesadillas.

Pero repetimos, ya sabes lo que me cuesta dejar las cosas a medias, y después de quedar varios días, después de charlar, de reír, de bailar,  después de ver todo lo que ese yogui con síndrome de Peter Pan podía hacer por mi salud mental, … En el trabajo empecé a sonreir como una idiota, mi jefe debió de pensar que estaba cogiendo la gripe porque me evitaba cuando me veía y en algún momento me di cuenta que llevaba más de un mes sin mirar a qué estúpido grupo de calceta o macramé podía apuntarme.

Afortunadamente a pesar del yoga y de los talleres alternativos, (y del zumo ecológico), Fernando no era uno de esos frikis tan radicales que no comen carne y se bañan con jabón casero. Lo del jabón puede que lo hubiera llegado a tolerar (siempre que respetara las cien cremas y colonias que tengo en el baño) pero lo de la comida, eso sí que no. ¿Qué hay más agradable que disfrutar de los miles de años de evolución que nos han bendecido con una muestra casi infinita de comida procesada? ¿Quiénes somos para renegar de Darwin?

Pero por suerte Fernando comía carne como debe ser, con expresión feliz y como si no hubiera un mañana. Y bebía cerveza hecha de cebada absolutamente nada ecológica, con más sed que yo. Pronto empezó a parecerme menos feo, menos alternativo e incluso menos calvo. Y en cuanto le quité esa costumbre de vestir de blanco como si estuviera permanentemente a punto de hacer la primera comunión,  incluso me empezó a parecer atractivo.

Y aquí le tengo, remoloneando por casa, porque si algo tienen los yoguis es que trabajar, lo que se dice trabajar no es una práctica muy habitual en ellos, pero es tan agradable tener a alguien que me recibe con besos por la noche, me masajea los pies o la espalda mientras me cuenta los programas que ha visto ese día en la tele y me da calorcito del bueno cuando nos vamos a la cama … que lo que tú y esa panda de cotillas que tienes por amigas les de por decir, no me importa lo más mínimo.

¿Sabes en qué momento supe que lo nuestro iba en serio? Cuando un día después de hablar con él por teléfono, me rompí una uña moviendo el sofá rayando todo el parquet para rescatar al puto gorila tuerto y llevármelo a la cama conmigo.


Mañana te sigo contando Prima, que ahora Fernando me va a dar un masaje. ¡Chao!."






miércoles, 6 de enero de 2016

Relato: Corazón de guata (VIII) -"Hansel y Gretel"

Nora no se imaginaba que llegaría a ser una princesa destronada, tal cosa no cabía en su cabecita de niña de tres años. 

Cuando su mamá empezó a señalarle continuamente su tripa indicándole que ahí dentro llevaba un bebé no le hacía mucho más caso que cuando le prometían cualquier otra cosa. “Si tienes  un bebé, enséñamelo- parecían decir sus ojos negros fijos en el rostro de su madre- y si no, no me molestes”.
Con tres años, lo que no ves no existe, son sólo cosas de mayores que a veces les da por jugar contigo de maneras muy raras.

Pero otra cosa fue cuando el bebé por fin llegó. Nora vivió aquél día extraño en el que intuía que pasaba algo pero no sabía el qué. Para empezar,  ni mamá ni papá estaban en casa cuando se levantó, pero no era la abuela la que había venido a cuidarla como hacía a veces sino el abuelo. Nora adoraba a su abuelo para jugar, pero para que la vistiera y le diera de comer, eso era otro cantar. El pobre siempre le preguntaba lo que tenía que hacer, ¡como si ella lo supiera! Pero era divertido, porque así ella podía comer lo que quería, cosa que normalmente mamá no le dejaba hacer.

Después de desayunar, el abuelo le puso un vestido que aún sin demasiado conocimiento, Nora sospechaba que no sería el que hubieran elegido ni mamá ni la abuela. Estaba demasiado excitada pensando en los columpios a los que pensaba que iban a ir, pero el abuelo la sorprendió bajándola al garaje y metiéndola en el coche. ¡Ala, un paseo! A lo mejor iban a ver a la tía Sonia. Eso la ponía contenta. La tía nunca se cansaba de jugar con ella, además su casa estaba llena de cosas bonitas de todos los sitios en los que había estado de viaje pero a diferencia de otras personas que se enfadaba con ella si  tocaba algo, la tía Soni la dejaba tocar y coger todo lo que quisiera, nunca la regañaba ni se enfadaba con ella. Siempre sonreía y tenía a mano regalos, chucherías y si no, besos ricos como ella decía.

Estaba lloviendo y el abuelo se vio en dificultades para sacarla de la sillita del coche, manteniendo el paraguas abierto para que no se mojara ninguno de los dos. Nora estaba encantada, le parecía todo muy divertido, aunque ya había visto que ésa no era la casa de la tía.

Entraron en una casa enorme, con un montón de habitaciones, todas con la puerta cerrada. Además el abuelo no la dejaba entrar en ninguna, ella hizo un amago de abrir una y recibió una reprimenda que la paró en seco. El abuelo nunca la reñía así que debía de ser una falta muy grave, no le iba a contrariar. Además estaba un poco asustada, en aquel sitio nuevo con mucha gente nueva y sin nada para jugar. Le dio al abuelo la mano modosita, ¡y que no se la soltara!. Nora era un poco cobardica, es verdad que parecía una niña muy lanzada en los columpios y en la guardería, pero en cuanto salía de su entorno enseguida se acobardaba y se escondía entre las piernas de su madre. Empezaba a tener ganas de llorar y le hubiera gustado que el abuelo la cogiera en brazos como hacía otras veces .  Por fin la abuela y papá aparecieron de repente y se echó en sus brazos encantada.

Papá le explicó que aquello era un hospital, no una casa como ella pensaba, allí iban las personas que como mamá tenían bebés en la tripita para que se los sacaran. Nora estaba empezando a asustarse y quería estar con mamá. Su padre por fin la llevó en brazos a una de las habitaciones cerradas y entró con ella. Mamá estaba echada en la cama y la tía Soni estaba con ella. También había una especie de caja de cristal dónde le dijeron que estaba el bebé y se lo enseñaron pero ella no estaba interesada, sólo quería que la dejasen abrazar a su madre y que se fueran a casa de una vez. No le estaba gustando esa excursión y no entendía todo el jaleo por aquél bebe que no se movía más que sus muñecas y al que no podía tocar (lo había hecho y todos al unísono habían gritado para que le soltara). Luego le explicaron que debía tener cuidado con él, que era muy pequeño y le podía hacer daño. Si solo quería tocarle, mamá, suplicaban sus ojos pero su madre estaba ocupada cogiendo al bebé y no la escuchaba.

Una señora fea y vestida de blanco entró para decir que era hora de salir y papá la agarró de la mano para salir. Eso fue el colmo y Nora se echó a llorar. Quería estar con mamá, ¿porqué no podía quedarse con mamá? ¿por qué mamá no se levantaba e iba a abrazarla con lo fuerte que estaba llorando? Seguía en la cama con el bebé. Nora empezó a patalear y la tía Sonia la cogió en brazos pero por mucho que su tía preferida la acunaba, en ese momento no quería estar con ella, quería a su mamá.

La tía Sonia sacó del bolso una chocolatina y se la dio. Seguía triste y enfadada pero no se puede decir que no al chocolate, y se lo comió, junto con algunos mocos. Después, la tía la sentó en su regazo y le contó muchos cuentos. Uno de los cuentos era  sobre una niña y su hermanito pequeño y como la niña tenía que cuidarle y jugar con él y enseñarle las canciones que a ella le enseñaban en la guardería, porque su hermanito era tan pequeño que no las sabía. El hermanito era tan pequeño que tenía miedo de las brujas y su hemana mayor tenía que abrazarle y darle besos para que nadie le hiciera daño.  En otro cuento, la niña y su hermanito  tenían que atravesar solos un bosque pero como estaban juntos e iban cogidos de la mano no les daba miedo. En otro, el hermanito lloraba porque le dolía la tripita pero su hermana mayor le daba un beso rico rico y se le pasaba… Y así cuento a cuento, Nora fue quedándose dormida.

Cuando despertó, estaban de nuevo en casa. La tía le dijo que mamá vendría enseguida y traería al bebé. Vaya, el bebé, casi se había olvidado de él, no había sido un sueño.

-Sabes qué? – el bebé te ha traído un regalo porque tenía muchas ganas de verte y como aún es pequeño y no sabe dar besos ricos…

Y la tía le mostró el regalo. Tuvo que ayudarla a desenvolverlo. Desenvolver regalos nunca se le daba muy bien, todo ese papel que había que romper y que parecía que no se acababa nunca.

Del interior del paquete surgieron dos muñequitos de peluche, que estaban sentados uno al lado del otro. Uno era un osito porque llevaba pantalones y la otra una osita porque llevaba un lazo en la cabeza y una falda. Nora ya veía las diferencias entre nenes y nenas, era “mayor”, como no paraban de repetirle todos últimamente. Intentó coger la osita pero el oso fue detrás siguiendo a su compañera. Era como si estuvieran unidos por las manos.

-Mira,- decía la tía- están cogiditos de la mano pero si tiras un poco fuerte les puedes separar. Este se llama Hansel  y ésta es su hermanita Gretel .

Nora tiró fuerte y efectivamente las manos se separaron pero cuando  volvía a acercarlas enseguida se pegaban de nuevo y había que volver a hacer fuerza otra vez. A los tres años, cuando no se sabe nada de imanes, la vida es pura magia y Nora sonreía de puro deleite.

-Son hermanitos como tú y Daniel, y como mamá y yo que también somos hermanas, ¿lo sabías?- continuaba la tía. -Qué simpático Daniel que te ha traído un regalo, verdad?

-Sí, muy simpático-, dijo Nora.

Habrían de venir muchos días malos, desde luego. La vida es dura para los príncipes y princesas destronados, pero también vendrían días muy buenos, de los que sólo conocen los que comparten la vida con un hermano o hermana. Y siempre todo es más fácil con un beso rico, rico.










lunes, 4 de enero de 2016

Sube, sube hormiguita

Sube, sube hormiguita,
por el árbol arriba.
Sigue el caminito,
sembrado de ideas buenas.

Sube pasito a pasito
tras la estela de tus hermanitas,
sin tan siquiera  un respiro,
hasta alcanzar la cima

Vuela, vuela pajarito,
surca el cielo azul sin nubes,
con el sol en tu cabeza
y el mar verde bajo el ala.

Levanta tu pico y canta.
¡Vuela, canta, vuela, salta!
Todo lo que tú sabes,
rumbo a casa.









Relato: Corazón de guata (VII) -"Chusco, perro callejero"

Era el cumpleaños de la señora Ana y las enfermeras de la residencia estaban colocando las nada menos que setenta velas en una tarta con forma de estrella. 

Pero la señora Ana ya no estaba para soplar velas ni comer tartas. Desde el último ictus de hacía unas semanas, prácticamente era un vegetal bajo unas sábanas. Sin embargo, su hermana pequeña Carmen se había empeñado en celebrar el cumpleaños como si no hubiera pasado nada y había encargado la tarta en una pastelería del centro dándoles precisas instrucciones: debería tener forma de estrella, la forma favorita de su hermana mayor, y con mucha nata, como más le gustaba, aunque ni siquiera iba a probarla.

Ana llevaba ya dos años en la residencia, había sido preciso ingresarla ya que ella no podía ocuparse adecuadamente de sus cuidados. Puntualmente acudía a visitarla cada sábado. Solía llevarle algunos dulces y alguna revista, cuando ella aún podía comer por sí sola y se entretenía viendo las fotos porque Ana nunca había aprendido a leer. 

A veces les acompañaba la hija de Carmen, Sofía, pero eran las menos porque a sus dieciséis años, la niña, que ya no lo era tanto, reclamaba cada vez más tiempo para sí. Ella la dejaba sin rechistar, después de todo veía que se esforzaba mucho con las clases en la academia de costura y el trabajo que le había conseguido una vecina en una panadería , se merecía algún tiempo libre haciendo algo divertido y no visitando a una vieja en una residencia. La dejaba salir con las amigas de costura, con las que iba al cine o a tomar un chocolate a la tasca de la Reme, a dos calles de casa. No podía quejarse, Sofía era una buena hija.

Tras el ictus, se había planteado si dejar de visitar a su hermana, ni siquiera estaba segura de que ella se diese cuenta de su presencia. Se sentaba al lado de su cama mientras Ana miraba fijamente el techo sin hacer el mínimo amago de notar su presencia.  A veces se llevaba una labor de punto para pasar el rato y sin darse cuenta acababa charlando con la enferma de las cuitas de la semana o de su tema preferido: el día que volverían a casa. Aunque ya hacía más de diez años desde que tuvieron que abandonarla, no había perdido la esperanza de volver algún día. Lo había ido retrasando, primero porque les llevo algún tiempo asentarse en Madrid, en casa de tío Juan y tía Encarna, gracias a los cuáles habían podido sobrevivir los primeros meses, después porque tenían que ahorrar lo suficiente, tanto ella como su tía se habían puesto a limpiar portales para ganarse el jornal. Y finalmente, tras la enfermedad de la tía Ana, el tema del regreso parecía haberse postergado definitivamente.

-La niña ya es mayor, cualquier día se echará novio y me dejará más sola que la una. – le contaba entre  bufanda y bufanda.

Otras veces se quedaba mirando fijamente a la anciana y suspiraba.

-¡Ay Anita! Me pregunto dónde estarás ahora.

 Ana estaba muy lejos, en el prado dónde jugaba de niña con sus primos, en la cocina dónde su madre le enseñó a cocinar, en la fiesta de la aldea, cuando los vecinos se reunían debajo del roble más grande y bailaban bajo las estrellas al son de la música que alguno de ellos tocaba con una gaita o a veces con el único instrumento de sus voces, o en el mercado dónde acudía con su madre y más tarde con su sobrina a vender lo poco que sacaban de la tierra y sacar algún dinerillo extra para los gastos.

Su hermana… Si ella supiera.  Nunca le había dicho lo mucho que la quería. No había tiempo para esas cosas y sin embargo, en la soledad de la vejez, muchas veces se había planteado si no debería haberlo hecho, sólo eso, sólo decirle lo mucho que la quería, con eso no haría daño a nadie.

Ana también estaba en el río, caminando descalza sobre las piedras. Aún hoy podía sentir el frescor y notar la humedad en los dedos. Aún podía ver el claro dónde un día aciago terminó su niñez. Volvió a ver a los pescadores y a oír sus voces, burlonas al principio, agresivas después, bravuconadas de hombres  borrachos pavoneándose delante de otros hombres. Sólo un momento antes había estado pensando en lo que le gustaría viajar y ver mundo y un instante más tarde estaba tendida en el suelo, llorando, sangrando, mirando inmóvil el cielo y las estrellas. Aún así, las lágrimas y la sangre eran una bendición frente a la vergüenza que vino después, la suya, soportable, pero también la de sus padres, que dolió mucho más.

Ella que quería viajar y el único viaje que hizo fue al pueblo de una prima de su padre. Allí la obligaron a ir para acompañar a su madre que “por motivos de salud” tenía que cambiar de aires.  Meses lejos de su casa, de su padre que nunca volvería a mirarla igual, lejos de esa vergüenza que no entendía. Ella era la mancillada, ¿y la que tenía que esconderse? ¿A la que repudiarían en el pueblo si supieran lo que había pasado? Durante mucho tiempo se quedaba dormida llorando y preguntándose porqué, porqué ella, porqué el mundo, porqué.

-Cumpleaños feliz, cumpleaños feliz…

Las voces de las enfermeras inundaron la habitación. Colocaron la tarta en una mesita mientras la sobrina iba de un lado a otro colocando los regalos.

-Seguro que nos oye, -le estaba diciendo a una enfermera. A veces noto que me mira y me escucha.

La enfermera sonreía educadamente, no quería quitarle la esperanza.

-Mira Ana, una tarta con forma de estrella. Como te gustan tanto…

Es cierto, le gustaban. ¿Por qué no? Algunas cosas no pierden su poder de encandilarnos pase lo que pase.

Cuando regresaron al pueblo, aunque Ana era sólo unos meses mayor, parecía que había crecido y madurado diez de golpe. Ningún vecino pudo dejar de notarlo, pero nadie cuestionó el cambio, si acaso alguna mujer algo más espabilada que otras, como Remedios, la Quesera, que si lo hizo fue en la soledad de su hogar y de sus pensamientos, nada más.  Todos se regocijaron con la nueva hermanita de Ana, una bendición tardía para sus padres, decían todos.

-Este es mi regalo,-estaba diciendo Carmen. No sabía que comprarte, espero que te guste, -decía Carmen sacando una caja de una bolsa enorme. De la caja surgió un perrito gris de peluche con las orejas en punta  y un lazo al cuello.

-Lo pondré aquí, en la butaca, ¿ves qué bonito? Se parece un poco a Chusco, el perro que teníamos en el pueblo, ¿te acuerda de él? Siempre estaba mordiéndote la falda y persiguiendo a Sofía, que se moría de miedo cuando veía que se le acercaba. ¡La de remiendos que tuviste que coser aquél año! Creo que el perro ni era nuestro, apareció allí un día por allí con pintas de llevar estar abandonado sin comer varios días y aspecto de haber sido apaleado. Durante mucho tiempo no dejó que nadie se le acercara, sólo tú. que le ibas dejando trocitos de comida por el camino. ¿Te acuerdas?

Ana permanecía inmóvil, pero Carmen quería, necesitaba pensar que la estaba escuchando. Siguió parloteando sin cesar mientras las enfermeras y el resto de residentes daban  buena cuenta de la tarta. Incluso soplaron las velas haciendo el paripé de que había sido la anciana, que inmóvil en la cama asistía inerte a su último cumpleaños.

Cuando la fiesta ya había terminado, Carmen terminó de recoger todo, acomodó de nuevo a Chusco en la butaca y se puso el abrigo para irse. En ese momento Ana giró la cabeza y de su garganta salió un quejido débil. Carmen acudió presta a su lado pero cuando se sentó en el borde de la cama y cogió la mano plagada de arrugas de su hermana, ya no estaba segura de haber escuchado más que su imaginación. Le retiró con suavidad y cariño un mechón de pelo de la cara y suspiró desde dentro, desde dónde escondía  últimamente su mayor miedo, el miedo a que aquél fuera el último cumpleaños de su hermana. Tal vez por eso se había empeñado en celebrarlo, pese a la condescendencia con la que la habían mirado algunas enfermeras cuando lo propuso.  Tenía tanto miedo de quedarse sola, ya no tenía marido, su hija ya era adulta y se iría en cualquier momento y entonces, ¿qué iba a ser de ella?

Apretó fuerte la mano de la enferma. Ella la estaba mirando. Que las enfermeras dijeran lo que quisieran, la miraba, estaba segura. Los ojos de la anciana se humedecieron y nuevamente su boca se abrió en un amago para decir algo.

-No te preocupes, ya sé lo que quieres decirme,  –¿había sorpresa en los ojos de la anciana?-. Lo he sabido siempre.


Ana cerró los ojos. En paz. 





sábado, 2 de enero de 2016

Relato: Corazón de guata (VI) -"Lucas, el falso león"

El padre de María murió cuando ella apenas acababa de cumplir cinco años y su hermano  pequeño Andrés aún no había cumplido los dos.  Apenas si recordaba los días interminables pasados junto a su cama, viéndole consumirse cada vez más. De su padre apenas si sabía que años atrás, había trabajado de conductor de autobús y que así había conocido a su madre. No le dio tiempo a conocer mucho más de aquel hombre bueno.

Su  madre cayó en una absoluta depresión que la inhabilitaba para cualquier cosa que no fuera yacer sin ganas en la cama. Los niños hubieran muerto de inanición y seguramente su madre también, de no ser por el tío José, el vecino más cercano en la aldea, que se acercaba todos los días a traerles algo de comida. En la aldea casi todos estaban emparentados de algún u otro modo  aunque rastrear a veces según que árbol genealógico podía ser una tarea muy ardua. José era un primo lejano de algún primo del abuelo de Andrés y María. Llamarle tío era más cómodo y sencillo, aunque el parentesco era ya más que cuestionable. 

En sus cortas vidas, los niños no habían tenido mucho trato con él. José empleaba todas las horas del día desde que salía el sol hasta que se ponía, en trabajar alguna de las muchas fincas que tenía repartidas por la zona. Tenía muchas bocas que alimentar, su mujer, que apenas salía de casa por un “problema de huesos” y sus cinco hijos, algunos ya mayores pero que seguían viviendo en la casa familiar.  La más pequeña había nacido apenas unos meses, y Andrés y María la habían visto o más bien, la habían oído berrear, en la iglesia, el día del bautizo.

El tío llegaba con una cazuela todavía  caliente y apenas si se adentraba en la casa cuando venía. Se quedaba en la puerta diciendo en voz bien alta “Le traigo algo de comida, Sofía”, y luego más bajito, agachándose para estar a la altura de los niños “Uno nunca sabe lo que pueden decir las malas lenguas”. Andrés y María le miraban sin entender qué eran esas malas lenguas y porqué al tío José le preocupaban tanto, pero ansiosos por hincarle el diente a lo que traía dentro de la cazuela.

María cogía la comida y se encargaba de llevarle a su madre un plato que la mitad de las veces recogía aún lleno. A sus cortos cinco años, asumió también la responsabilidad de cuidar de su hermano pequeño. Le bañaba, le vestía y le daba de comer. Y también le regañaba cuando le veía hurgándose la nariz, como siempre había visto hacer a su madre.

Ésta fue poco a poco regresando de la tierra de amargura en dónde se había refugiado y recuperando la conciencia de que tenía dos criaturas solas en la casa y por las que no podía dejarse morir como era su deseo. Por ellas terminó levantándose y tomando las riendas de un hogar en el que no volvería a haber alegría por mucho tiempo.

-Ahora eres el hombre de la casa- le decía a Andrés, cuando le arropaba por la noche-. Tienes que cuidar de mamá y de María. 

Andrés creció con la responsabilidad y la presión que suponía saber que era el hombre de la familia pero con la certeza de que en las ocasiones en que habría hecho falta, nunca estaba a la altura y siempre era María la que se ocupaba.

María por su parte, siempre reprochó secretamente a su madre que no se diera cuenta que esas esperanzas depositadas en su hijo a veces suponían un menosprecio para la hija, que no se veía igual de valorada, a pesar de todos sus esfuerzos. 

Sofía siempre se mostraba más permisiva con su hijo Andrés, con sus entradas y sus salidas, siempre dispuesta a disculpar los altercados en que invariablemente acababa metiéndose, mientras que María se veía muchas veces axfisiada y cuestionada por el control materno.

La falta de recursos no les permitió a ninguno de los hermanos estudiar más allá que las cuatro letras a las que entonces podían tener acceso en los pueblos como el que vivían. Andrés lo tenía fácil, su ayuda era necesaria en la huerta y con los animales, aunque las más de las veces tenía alguna excusa para no aparecer y se las ingeniaba bastante bien para escaquearse si era necesario, sin que a su madre pareciera importarle, pero María, una adolescente sin formación,  no veía un futuro demasiado esperanzador.

El destino, quiso decidir por ella. Como la jovencita guapa que era, no podía evitar atraer la atención de todos los mozos en las pocas ocasiones que había para ello, a la salida de misa, en los mercados, en las romerías… sin que ninguno pareciera destacar en la cantidad o calidad del interés que María les prestaba, hasta que un buen día eso cambió.  La cercanía tal vez fue un factor clave, porque el elegido resultó ser Paco, uno de los hijos del tío Jose, el más pequeño de los chicos y  a quién la vida tampoco le deparaba gran futuro en una casa llena de demasiada gente. 

En algún momento Paco decidió que la única salida posible era marcharse de la aldea e intentarlo en un lugar mejor. Gracias a un contacto, consiguió un billete de tren y unas referencias par un empleo en Madrid. Con apenas 20 años, la suerte estaba echada, y no solo para él, sino también para María, que ya no podía hacer otra cosa que  seguir a quién había conquistado su joven corazón.

La madre de María se rindió a lo inevitable y acabó contactando con los parientes que aún tenía en Madrid para que pudieran echarle una mano a su hija si era el caso. Ella se había marchado de la aldea siendo una niña con su madre y una tía de ésta pero siempre habían tenido claro que era una situación temporal y que volverían algún día. Pero el tiempo fue implacable y desgraciadamente primero la tía y más tarde la madre murieron antes de ver como Sofía cumplía el sueño de volver y reconstruir el viejo hogar que había quedado abandonado.  No imaginaba que años después, su propia hija recorrería otra vez el camino a la inversa.

Se despidieron con lágrimas que hablaban de pena pero también resignación por una decisión que en el fondo ambas sabían correcta. A María le costó mucho tomar la decisión, le dolía dejar a su madre, sentía que no se estaba ocupando de ella como debiera, más dejándola con su hermano, que no se preocupaba más que por sí mismo.

María y Paco llegaron casi con lo puesto a una ciudad inmersa en un loco crecimiento y desarrollo que apabullaba la mente y los sentidos. Durante años convivieron de alquiler en un modesto pisito sin calefacción ni agua caliente que compartían con otra pareja. No fue fácil, pero a fuerza de trabajar y de no gastar en nada que no fuese imprescindible, Paco en su puesto de maquinista y María, que enseguida encontró colocación como asistenta en una casa de postín de las afueras, consiguieron ahorrar lo suficiente para pagar la entrada de un pisito igual de pequeño e igual de frío pero que por lo menos era suyo.

María tuvo que dejar su trabajo cuando se quedó embarazada. A la señora no le parecía apropiado que a sus invitados les sirviera la cena una mujer “con bombo”. Afortunadamente a Paco le habían ascendido hacía poco en el suyo y el golpe no fue tan duro pero aún así, si ya prescindían de “lujos”, aún se propusieron  restringir mucho más los gastos.

Así nació Sonia, en un hogar dónde cada peseta era minuciosamente contabilizada y estudiada antes de gastarla, dónde ni siquiera el bebé, con las prerrogativas que a veces suele concederse a la infancia, podía permitirse ningún capricho. Todo era mesura, frugalidad y contención. Tan interiorizado tuvo Sonia su modo de vida, que hasta que fue un poco mayor no se dio cuenta que había otros modos, otras familias, otras vidas.

Cuando llegó su hermana pequeña algunos años más tarde, la situación era un poco más desahogada y desde el principio Sonia sintió que le había sido robada una infancia que a su hermana Catalina le estaban regalando. Aunque por supuesto no hubiera sabido expresar con palabras esa sensación y de todos modos poco a poco fue olvidándola o encerrándola en algún oscuro rincón de la memoria, de dónde sólo surgían trazos muy abstractos en ocasiones puntuales de enfado con su hermana.

Mientras tanto del pueblo llegaban cada año noticias diversas. Andrés parecía que por fin había sentado la cabeza, o era lo que querían creer todos, más o menos desde que Lola, la chica con la que se veía por entonces, se quedara preñada al inicio de la primavera y tuvieran que amañar una precipitada boda en la ermita del pueblo, entre parientes disgustados y vecinas curiosas que no paraban de observar el vestido de la novia para ver “cuánto se le notaba ya a la pobre”.

Antes de aquello, Andrés  estaba deseando que llegara el verano. Prácticamente todos los días había alguna fiesta o romería para poder salir toda la noche con los amigotes. Si había suerte bailaban con un par de chavalas y si había más suerte aún podían meterle mano a alguna. Ninguna preocupación, ninguna responsabilidad. Pero ahora, hombre casado, tenía que pasar las noches con su mujer, y atenderla en un embarazo que se estaba volviendo complicado.

A Lola la había conocido en las fiestas de la aldea. Había llegado tarde a la romería porque hasta el último rayo de luz, tuvo que quedarse ayudando a su madre en la huerta. No vio a ningún conocido así que decidió adentrarse entre el gentío que se acumulaba al lado del palco para ver mejor a los músicos. La chica que cantaba no lo hacía del todo mal, pero sospechaba que la principal razón de que hubiera tanta gente, hombres principalmente, mirando y sin bailar, era el vestido ceñido que llevaba y que amenazaba con subirse un poco más cada vez que giraba al son de la canción. El hizo como todos y se apoyó un rato en la estructura metálica con el cuello echado hacia atrás disfrutando del inesperado espectáculo.

Cuando empezó a cansarse, dio una vuelta alrededor del campo dónde se celebraba la fiesta. Aquí y allá había parejas bailando y los que no lo hacían seguían el ritmo con los pies para afrontar la noche que se estaba quedando fresquita. Buscaba por inercia, esa cara bonita a la que acercarse y pedirle un baile, olvidado ya el cansancio del día. 

Y entonces la vio. Estaba sentada al borde del camino, con su mejor vestido sin duda y modosita con las manos cruzadas en el regazo. Seguramente alguna amiga se acababa de levantar para saludar a alguien y ella la estaba esperando, mirando al suelo y siguiendo el ritmo de la canción con el tacón de su zapato. Lo cierto es que le sonaba un poco su cara, seguramente era de la aldea o de los alrededores. Se acercó a ella y de esa manera  Andrés selló su destino.

Lucas  era  un león aunque nadie lo diría, porque se sostenía sobre las dos patas traseras y tenía cara de bonachón. También parecía estar triste, extraño para quién todos consideran “el rey de la selva”.  Era un peluche barato de los que salen caros en las tómbolas de las fiestas de pueblo gracias a mozos como Andrés que por impresionar a las chicas se dejaban  a veces todo el jornal en fichas. 

Al menos Andrés consiguió su objetivo aquella noche, aunque luego vinieron muchas más para desesperarse.  No tenía trabajo, pasaba el tiempo y no encontraba nada.  Incluso su hermana, más preocupada por su madre que por él le ofreció a la nueva pareja y a su futuro bebé unos meses de estancia en su hogar para que buscaran suerte en Madrid. Pero Andrés no quería la caridad de su hermana  y sin embargo no le quedó más remedio que finalmente aceptar la del padre de su mujer que tenía una hermana viviendo en Francia. Poco después de que Lola diera a luz, marcharon los tres a una nueva vida, dejando detrás, entre otros, el corazón roto de Sofía, que en pocos años había visto partir a sus dos hijos. 

De camino a la frontera, Andrés, Lola y la recién nacida Elisita hicieron una parada para visitar a María. A ésta no le había gustado nada que su hermano se negara a aceptar su ayuda y no pudo evitar sentirse un poco distante y fría con él. Y Andrés no pudo evitar sentir cierto alivio cuando prosiguieron el viaje. La relación entre los hermanos nunca había sido del todo cordial, ambos tenían demasiadas cosas que reprocharse y demasiado orgullo para reconocerlas. María  siempre se sintió desplazada por un hermano al que su madre parecía adorar por el simple hecho de ser del género masculino , y al que invariablemente perdonaba hasta el último de sus defectos. Andrés por su parte, no se sentía cómodo con su perfecta y responsable hermana.


Lola y María utilizaron aquellos días para conocerse y pasear por el parque con sus respectivas hijas a cuestas. Elisa y Sonia parecían haber congeniado a pesar de ser tan sólo unos bebés. A Lola le daba cierta pena que su marido y su cuñada no estuvieran tan cercanos como lo estaba ella con sus hermanos, pero tenía suficientes problemas propios que atender para hacer algo más que reprochar a Andrés el que no hubiera tenido ni el detalle de traerle un regalo a su sobrina.  Andrés se sintió avergonzado, no había sido a propósito, simplemente no se le había ocurrido,  así que la tarde antes de irse y siguiendo un impulso tonto, le regaló a Sonia uno de los juguetes de su hija, un peluche que creía recordar que había ganado en alguna tómbola. María fue lo suficientemente educada para fingir que no se daba cuenta de estar recibiendo un regalo de segunda mano y lo suficientemente agradecida para apreciar el gesto improvisado.