sábado, 2 de enero de 2016

Relato: Corazón de guata (VI) -"Lucas, el falso león"

El padre de María murió cuando ella apenas acababa de cumplir cinco años y su hermano  pequeño Andrés aún no había cumplido los dos.  Apenas si recordaba los días interminables pasados junto a su cama, viéndole consumirse cada vez más. De su padre apenas si sabía que años atrás, había trabajado de conductor de autobús y que así había conocido a su madre. No le dio tiempo a conocer mucho más de aquel hombre bueno.

Su  madre cayó en una absoluta depresión que la inhabilitaba para cualquier cosa que no fuera yacer sin ganas en la cama. Los niños hubieran muerto de inanición y seguramente su madre también, de no ser por el tío José, el vecino más cercano en la aldea, que se acercaba todos los días a traerles algo de comida. En la aldea casi todos estaban emparentados de algún u otro modo  aunque rastrear a veces según que árbol genealógico podía ser una tarea muy ardua. José era un primo lejano de algún primo del abuelo de Andrés y María. Llamarle tío era más cómodo y sencillo, aunque el parentesco era ya más que cuestionable. 

En sus cortas vidas, los niños no habían tenido mucho trato con él. José empleaba todas las horas del día desde que salía el sol hasta que se ponía, en trabajar alguna de las muchas fincas que tenía repartidas por la zona. Tenía muchas bocas que alimentar, su mujer, que apenas salía de casa por un “problema de huesos” y sus cinco hijos, algunos ya mayores pero que seguían viviendo en la casa familiar.  La más pequeña había nacido apenas unos meses, y Andrés y María la habían visto o más bien, la habían oído berrear, en la iglesia, el día del bautizo.

El tío llegaba con una cazuela todavía  caliente y apenas si se adentraba en la casa cuando venía. Se quedaba en la puerta diciendo en voz bien alta “Le traigo algo de comida, Sofía”, y luego más bajito, agachándose para estar a la altura de los niños “Uno nunca sabe lo que pueden decir las malas lenguas”. Andrés y María le miraban sin entender qué eran esas malas lenguas y porqué al tío José le preocupaban tanto, pero ansiosos por hincarle el diente a lo que traía dentro de la cazuela.

María cogía la comida y se encargaba de llevarle a su madre un plato que la mitad de las veces recogía aún lleno. A sus cortos cinco años, asumió también la responsabilidad de cuidar de su hermano pequeño. Le bañaba, le vestía y le daba de comer. Y también le regañaba cuando le veía hurgándose la nariz, como siempre había visto hacer a su madre.

Ésta fue poco a poco regresando de la tierra de amargura en dónde se había refugiado y recuperando la conciencia de que tenía dos criaturas solas en la casa y por las que no podía dejarse morir como era su deseo. Por ellas terminó levantándose y tomando las riendas de un hogar en el que no volvería a haber alegría por mucho tiempo.

-Ahora eres el hombre de la casa- le decía a Andrés, cuando le arropaba por la noche-. Tienes que cuidar de mamá y de María. 

Andrés creció con la responsabilidad y la presión que suponía saber que era el hombre de la familia pero con la certeza de que en las ocasiones en que habría hecho falta, nunca estaba a la altura y siempre era María la que se ocupaba.

María por su parte, siempre reprochó secretamente a su madre que no se diera cuenta que esas esperanzas depositadas en su hijo a veces suponían un menosprecio para la hija, que no se veía igual de valorada, a pesar de todos sus esfuerzos. 

Sofía siempre se mostraba más permisiva con su hijo Andrés, con sus entradas y sus salidas, siempre dispuesta a disculpar los altercados en que invariablemente acababa metiéndose, mientras que María se veía muchas veces axfisiada y cuestionada por el control materno.

La falta de recursos no les permitió a ninguno de los hermanos estudiar más allá que las cuatro letras a las que entonces podían tener acceso en los pueblos como el que vivían. Andrés lo tenía fácil, su ayuda era necesaria en la huerta y con los animales, aunque las más de las veces tenía alguna excusa para no aparecer y se las ingeniaba bastante bien para escaquearse si era necesario, sin que a su madre pareciera importarle, pero María, una adolescente sin formación,  no veía un futuro demasiado esperanzador.

El destino, quiso decidir por ella. Como la jovencita guapa que era, no podía evitar atraer la atención de todos los mozos en las pocas ocasiones que había para ello, a la salida de misa, en los mercados, en las romerías… sin que ninguno pareciera destacar en la cantidad o calidad del interés que María les prestaba, hasta que un buen día eso cambió.  La cercanía tal vez fue un factor clave, porque el elegido resultó ser Paco, uno de los hijos del tío Jose, el más pequeño de los chicos y  a quién la vida tampoco le deparaba gran futuro en una casa llena de demasiada gente. 

En algún momento Paco decidió que la única salida posible era marcharse de la aldea e intentarlo en un lugar mejor. Gracias a un contacto, consiguió un billete de tren y unas referencias par un empleo en Madrid. Con apenas 20 años, la suerte estaba echada, y no solo para él, sino también para María, que ya no podía hacer otra cosa que  seguir a quién había conquistado su joven corazón.

La madre de María se rindió a lo inevitable y acabó contactando con los parientes que aún tenía en Madrid para que pudieran echarle una mano a su hija si era el caso. Ella se había marchado de la aldea siendo una niña con su madre y una tía de ésta pero siempre habían tenido claro que era una situación temporal y que volverían algún día. Pero el tiempo fue implacable y desgraciadamente primero la tía y más tarde la madre murieron antes de ver como Sofía cumplía el sueño de volver y reconstruir el viejo hogar que había quedado abandonado.  No imaginaba que años después, su propia hija recorrería otra vez el camino a la inversa.

Se despidieron con lágrimas que hablaban de pena pero también resignación por una decisión que en el fondo ambas sabían correcta. A María le costó mucho tomar la decisión, le dolía dejar a su madre, sentía que no se estaba ocupando de ella como debiera, más dejándola con su hermano, que no se preocupaba más que por sí mismo.

María y Paco llegaron casi con lo puesto a una ciudad inmersa en un loco crecimiento y desarrollo que apabullaba la mente y los sentidos. Durante años convivieron de alquiler en un modesto pisito sin calefacción ni agua caliente que compartían con otra pareja. No fue fácil, pero a fuerza de trabajar y de no gastar en nada que no fuese imprescindible, Paco en su puesto de maquinista y María, que enseguida encontró colocación como asistenta en una casa de postín de las afueras, consiguieron ahorrar lo suficiente para pagar la entrada de un pisito igual de pequeño e igual de frío pero que por lo menos era suyo.

María tuvo que dejar su trabajo cuando se quedó embarazada. A la señora no le parecía apropiado que a sus invitados les sirviera la cena una mujer “con bombo”. Afortunadamente a Paco le habían ascendido hacía poco en el suyo y el golpe no fue tan duro pero aún así, si ya prescindían de “lujos”, aún se propusieron  restringir mucho más los gastos.

Así nació Sonia, en un hogar dónde cada peseta era minuciosamente contabilizada y estudiada antes de gastarla, dónde ni siquiera el bebé, con las prerrogativas que a veces suele concederse a la infancia, podía permitirse ningún capricho. Todo era mesura, frugalidad y contención. Tan interiorizado tuvo Sonia su modo de vida, que hasta que fue un poco mayor no se dio cuenta que había otros modos, otras familias, otras vidas.

Cuando llegó su hermana pequeña algunos años más tarde, la situación era un poco más desahogada y desde el principio Sonia sintió que le había sido robada una infancia que a su hermana Catalina le estaban regalando. Aunque por supuesto no hubiera sabido expresar con palabras esa sensación y de todos modos poco a poco fue olvidándola o encerrándola en algún oscuro rincón de la memoria, de dónde sólo surgían trazos muy abstractos en ocasiones puntuales de enfado con su hermana.

Mientras tanto del pueblo llegaban cada año noticias diversas. Andrés parecía que por fin había sentado la cabeza, o era lo que querían creer todos, más o menos desde que Lola, la chica con la que se veía por entonces, se quedara preñada al inicio de la primavera y tuvieran que amañar una precipitada boda en la ermita del pueblo, entre parientes disgustados y vecinas curiosas que no paraban de observar el vestido de la novia para ver “cuánto se le notaba ya a la pobre”.

Antes de aquello, Andrés  estaba deseando que llegara el verano. Prácticamente todos los días había alguna fiesta o romería para poder salir toda la noche con los amigotes. Si había suerte bailaban con un par de chavalas y si había más suerte aún podían meterle mano a alguna. Ninguna preocupación, ninguna responsabilidad. Pero ahora, hombre casado, tenía que pasar las noches con su mujer, y atenderla en un embarazo que se estaba volviendo complicado.

A Lola la había conocido en las fiestas de la aldea. Había llegado tarde a la romería porque hasta el último rayo de luz, tuvo que quedarse ayudando a su madre en la huerta. No vio a ningún conocido así que decidió adentrarse entre el gentío que se acumulaba al lado del palco para ver mejor a los músicos. La chica que cantaba no lo hacía del todo mal, pero sospechaba que la principal razón de que hubiera tanta gente, hombres principalmente, mirando y sin bailar, era el vestido ceñido que llevaba y que amenazaba con subirse un poco más cada vez que giraba al son de la canción. El hizo como todos y se apoyó un rato en la estructura metálica con el cuello echado hacia atrás disfrutando del inesperado espectáculo.

Cuando empezó a cansarse, dio una vuelta alrededor del campo dónde se celebraba la fiesta. Aquí y allá había parejas bailando y los que no lo hacían seguían el ritmo con los pies para afrontar la noche que se estaba quedando fresquita. Buscaba por inercia, esa cara bonita a la que acercarse y pedirle un baile, olvidado ya el cansancio del día. 

Y entonces la vio. Estaba sentada al borde del camino, con su mejor vestido sin duda y modosita con las manos cruzadas en el regazo. Seguramente alguna amiga se acababa de levantar para saludar a alguien y ella la estaba esperando, mirando al suelo y siguiendo el ritmo de la canción con el tacón de su zapato. Lo cierto es que le sonaba un poco su cara, seguramente era de la aldea o de los alrededores. Se acercó a ella y de esa manera  Andrés selló su destino.

Lucas  era  un león aunque nadie lo diría, porque se sostenía sobre las dos patas traseras y tenía cara de bonachón. También parecía estar triste, extraño para quién todos consideran “el rey de la selva”.  Era un peluche barato de los que salen caros en las tómbolas de las fiestas de pueblo gracias a mozos como Andrés que por impresionar a las chicas se dejaban  a veces todo el jornal en fichas. 

Al menos Andrés consiguió su objetivo aquella noche, aunque luego vinieron muchas más para desesperarse.  No tenía trabajo, pasaba el tiempo y no encontraba nada.  Incluso su hermana, más preocupada por su madre que por él le ofreció a la nueva pareja y a su futuro bebé unos meses de estancia en su hogar para que buscaran suerte en Madrid. Pero Andrés no quería la caridad de su hermana  y sin embargo no le quedó más remedio que finalmente aceptar la del padre de su mujer que tenía una hermana viviendo en Francia. Poco después de que Lola diera a luz, marcharon los tres a una nueva vida, dejando detrás, entre otros, el corazón roto de Sofía, que en pocos años había visto partir a sus dos hijos. 

De camino a la frontera, Andrés, Lola y la recién nacida Elisita hicieron una parada para visitar a María. A ésta no le había gustado nada que su hermano se negara a aceptar su ayuda y no pudo evitar sentirse un poco distante y fría con él. Y Andrés no pudo evitar sentir cierto alivio cuando prosiguieron el viaje. La relación entre los hermanos nunca había sido del todo cordial, ambos tenían demasiadas cosas que reprocharse y demasiado orgullo para reconocerlas. María  siempre se sintió desplazada por un hermano al que su madre parecía adorar por el simple hecho de ser del género masculino , y al que invariablemente perdonaba hasta el último de sus defectos. Andrés por su parte, no se sentía cómodo con su perfecta y responsable hermana.


Lola y María utilizaron aquellos días para conocerse y pasear por el parque con sus respectivas hijas a cuestas. Elisa y Sonia parecían haber congeniado a pesar de ser tan sólo unos bebés. A Lola le daba cierta pena que su marido y su cuñada no estuvieran tan cercanos como lo estaba ella con sus hermanos, pero tenía suficientes problemas propios que atender para hacer algo más que reprochar a Andrés el que no hubiera tenido ni el detalle de traerle un regalo a su sobrina.  Andrés se sintió avergonzado, no había sido a propósito, simplemente no se le había ocurrido,  así que la tarde antes de irse y siguiendo un impulso tonto, le regaló a Sonia uno de los juguetes de su hija, un peluche que creía recordar que había ganado en alguna tómbola. María fue lo suficientemente educada para fingir que no se daba cuenta de estar recibiendo un regalo de segunda mano y lo suficientemente agradecida para apreciar el gesto improvisado.






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