jueves, 13 de noviembre de 2014

Relato: Invierno de Inflexión (I) - La primera entrevista

Capítulo 1. LA PRIMERA ENTREVISTA


Lunes por la mañana.  Como todas las mañanas desde hace meses, estoy desayunando té  y una tostada en el bar que hay debajo de mi casa mientras leo el periódico. Podría desayunar en casa pero últimamente se me cae encima. Son muchos meses sin nada que hacer ni nadie con quién hablar. Al menos allí, con el ruido de fondo de las conversaciones de los clientes y de la tele que tienen permanentemente encendida, no tengo porqué pensar.

Estoy cansada y me duele la cabeza. Ha llovido los últimos diez días pero hoy hace un calor pegajoso, nada típico para los últimos días de noviembre  en los que estamos,  con un viento sur que me está taladrando las sienes y me seca los ojos hasta el punto de que me escuecen.

Llevo semanas oyendo  a la gente quejarse  de que hacía demasiado frío.  Supongo que son los mismos que hoy se estarán quejando de que hace demasiado calor. Yo no tengo ese problema, odio el sol, siempre, y el calor, siempre, punto.

Hoy hace un año desde que me quedé sin trabajo en esta ciudad a la que vine pensando en construir  mi futuro y dónde sólo he encontrado soledad y ataques de pánico. Son tantas las veces que me he levantado y tantas las caídas, que el agotamiento ha hecho mella en mí. Me siento como una hoja flotando a merced de la corriente, sin rumbo, deseando encontrar el lecho de algún río para tumbarme y descansar. He optado por la inacción para huir del  fracaso, pero aún así, no he perdido del todo el instinto de supervivencia. A pesar de mis ganas de no levantarme de la cama, sigo saliendo todos los días a la vida y aunque pequeños, sigo dando pasos, a veces hacia atrás, pero por los que doy hacia delante, esforzándome un poquito, es por lo que sigo respirando, aunque nadie me oiga. No tengo nada que perder.

Echo un vistazo a mi alrededor, aunque no hay gran cosa que ver, y trato de decidir lo que voy a tardar en volver a casa (pasito atrás). 

 Mi móvil suena dentro del bolso. Es una entrevista de trabajo. No me suena el nombre de la empresa, será de algún anuncio de ésos que sólo ponía el apartado de correos.  Llevo el traje más gris y anodino de mi armario, siguiendo el consejo de mi tutor en el curso de búsqueda de empleo al que en un momento de paso adelante, me apunté la semana pasada, pero me he permitido un toque de rebeldía acompañándolo con mi camisa roja, ésa que ahora noto mojada en la espalda debido al sudor, por lo que no puedo quitarme la chaqueta. 

Apunto la dirección en una servilleta. No tengo ganas de acudir pero le prometí ayer a mi psicóloga que intentaría hacer al menos una cosa que no me apetezca al día. “Si no quieres verlo como una ayuda, puedes tomártelo como una penitencia”,  fue lo que me dijo al despedirme en la puerta, supongo que tan cansada como yo de que su trabajo no experimente muchos progresos. 

Tengo que estar allí a las tres de la tarde, así que tengo tiempo de sobra para, en un ataque de paso atrás, meterme en casa y cambiar de opinión una y otra vez sobre la idea de acudir o no.

Finalmente gana el sí. La empresa resulta ser una pequeña Consultoría de Marketing situada en la entreplanta de un edificio de viviendas en una zona de la ciudad que no suelo frecuentar. No hace mucho ese barrio era un paraíso para putas y camellos, pero ahora es sólo una colección de casas antiguas y medio deshabitados. Creo recordar que existe un plan urbanístico del Ayuntamiento que pretende recuperar la zona y transformarla en un lugar urbanita y actual, plagado de edificios modernos, comercios y bares y aprovechando la orilla del río, espacios abiertos dónde se pueda ir a pasear con los niños o con el perro. Eso es la teoría. En la práctica, la falta de presupuesto ha reducido el plan a unas cuantas obras que sólo consiguen entorpecer el tráfico. La obra más grande está justo enfrente del portal al que tengo que ir, se trata de un proyecto de parque que de momento sólo es un gran socavón en el suelo y toneladas de tierra y polvo por todas partes.

 He ido en autobús. Me gusta llegar pronto para recorrer un poco la zona pero en las calles por las que paso no encuentro nada con lo que entretenerme. Me da la sensación de haber aterrizado en una zona de minas, con andamios que entorpecen continuamente el paso. Ni una triste tienda. Veo en la misma calle un bar, aunque la denominación le queda un poco grande y me lo pienso mejor antes de entrar, cuando ya tengo un pie en la puerta. Me largo haciéndome la distraída, no sea que el camarero bizco que acecha en la penumbra piense que ha conseguido un cliente.

Decido esperar en el portal, me parece más seguro. Después de un rato entra un chico joven que por el anodino traje gris que lleva, deduzco que viene a lo mismo que yo.  Decido subir con él las escaleras y dejarle que me de un poco de conversación hasta que descubro, qué pena, que el traje no es lo único anodino de su persona.  Subimos a la entreplanta, que más bien es un rellano de escalera, con un sofá más viejo que antiguo, de color indefinido y ocupado por varias personas con cara de aburrimiento y unas plantas de plástico llenas de polvo haciendo sombra en un rincón.

Hay una puerta a la derecha,  de la que cuelga un post-it descolorido en el que se lee la palabra   “Baño” escrita con letra infantil,  y otra puerta más ancha a la izquierda que permanece cerrada y que supongo que es la entrada a la oficina.

De repente la puerta grande se abre y aparece un  tipo enorme de unos cincuenta y muchos, con gafas de pasta marrón y tan estirado que pienso que tiene lastimada la espalda.  La corbata que lleva,  directamente me daña las córneas. Es una mezcla estridente de todos los colores existentes en el universo conocido. No puedo dejar de mirarla.

Como soy lo primero que se encuentra delante, me señala con el dedo índice  y me ordena pasar. Le señalo que en realidad acabo de llegar y que los demás llevan más tiempo que yo esperando pero la mirada que me lanza me hace temer la ira del averno, así que cierro la boca y cruzo la puerta con él a mi espalda. Una vez dentro, me da las gracias y me informa de que son las tres menos dos minutos. No sé si espera algún tipo de respuesta, por si acaso me callo.

Entramos a una estancia no más grande que el doble del salón de mi casa y perfectamente cuadrada. El centro está totalmente vacío de muebles, todas las mesas están colocadas pegadas a las cuatro pareces, y el techo es bajo, así que me da la sensación de que estamos dentro de un cubo. A la derecha de la puerta hay un escritorio ocupado por una mujer que no levanta la vista de su ordenador. Enfrente de la puerta, en el otro extremo de la habitación hay un gran ventanal con unas vistas excepcionales a las obras del parque, probablemente lo mejor del Cubo. Al lado del ventanal, una mesa redonda con cuatro sillas y un escritorio algo más  grande que los demás, supongo que la mesa de Corbata Hiriente.  Los otros tres escritorios se reparten por las dos paredes laterales pero  de modo que sus ocupantes (un chico con bigote, otro medio calvo y otro calvo entero) están mirando a la pared. El mobiliario tiene más años que el sofá de fuera y las paredes están llenas de desconchones. Una estantería tambaleante y con carcoma completan la halagüeña estampa.

Nos encaminamos hacia el ventanal y nos acomodamos ante la mesa redonda.

–Buenos días…. mmmm, Lidia –lee en el CV.

 Pronuncia mi nombre como si tuviera un chicle pegado al paladar. Se queda mirando el papel mientras murmura algo que no logro escuchar con el ruido de las obras que se cuela por la ventana abierta. Una gota de sudor le resbala por la nariz. La atrapa con la mano antes de que caiga, levanta la vista y me mira.

–¿Qué signo zodiacal es usted?

Ni me inmuto porque en las decenas de entrevistas que he hecho este año, ya me han preguntado de todo, desde el nombre de mi mascota, qué me llevaría a la luna o en qué ciudad creo yo que se venden más coches rojos, así que si Corbata Hiriente me pregunta mi signo del horóscopo mientras me mira por encima de sus gafas, por mí vale. «Otro entrevistador que quiere ser original» –pienso.

–Géminis  –contesto.

Asiente y se quita las gafas.

–Bien, muy bien.

Se rasca alternativamente la oreja izquierda y la derecha, limpia las gafas con la corbata, y mientras vuelve a colocárselas resopla sonoramente.

–Hay cuatro signos que no pueden entrar en mi empresa, y voy a explicarle a usted el porqué.

«Esto es nuevo», pienso, «no sólo quiere ser original sino que me lo quiere razonar». Aguardo impaciente la explicación.

–Uno es Escorpio – hace una pausa dramática mirándome fijamente a los ojos- , porque es un destructor, siempre está destruyendo para empezar de cero,  no le importa el pasado.

Me clavo las uñas en la palma de la mano.

–Virgo, porque es peor que Géminis –sonríe–,  que  tiene un lado cachondo y otro formal. El tercero es Acuario, porque es el signo de mi ex–mujer, y el cuarto –nueva pausa dramática–, Leo, porque es el mío.

Tomo aire, relajo las manos y asiento mientras maldigo a los astros por no ser Escorpio por ejemplo. Espero acabar rápido y marcharme a casa, ya estoy pensando en la siesta de la tarde. Además, tengo muchas cosas que hacer: ordenar los armarios, lavarme el pelo, limpiar el baño… Ahora mismo cualquier cosa se me antoja más apetecible que estar aquí sentada.

Por fin termina de leer mi CV y me pide que le hable en inglés.

–¿Sobre qué? –pregunto.

Levanta las cejas (otro punto negativo en mi haber, o eso parece) y me dice que sobre lo que yo quiera.

Vale, empiezo por lo básico: presentación personal y aficiones, pero me interrumpe en mitad de una frase y me pide que haga lo mismo  en alemán.  Así lo hago.  Me doy cuenta enseguida de que él no habla ni inglés ni alemán.  Bastante impresionado, me pide que salga y que espere para la segunda pruebas. Supongo que eso significa que he pasado la primera, y no estoy muy segura de que sea una buena noticia.

La siguiente chica está dentro más de  quince minutos así que pierdo las esperanzas;  mi mini entrevista de dos minutos no puede estar a la altura. Cuando sale, ella hace amago de sentarse de nuevo en el sofá para esperar a la amiga con la que ha venido y que es la siguiente en entrar, pero Corbata Hiriente le pide que se marche. Prácticamente le escupe mirándola por encima de las gafas.

–Esta es MI empresa, YO ya he acabado MI entrevista con usted  y YO  decido quién se queda y quién se va. ¿Entendido?

Seguramente mucho más listas que yo y que el resto de candidatos, las dos amigas deciden marcharse juntas sin esperar a que la segunda haga la entrevista. El anodino canturrea a mi lado, agradecido supongo por la reducción en la competencia.

Ahora empiezan a entrar los hombres, parece que hay establecido un orden por sexos claramente definido, seguro que denunciable  como discriminatorio, por alguien a quién que le importe, claro.  Según van saliendo, les entrega un dossier con información sobre  la empresa para que lo  lean.  
¿Es mi imaginación o a los tíos les sonríe cuando les señala con el dedo? A mí también me lo entrega pero cómo si le diera asco mirarme.

Al acabar la lectura tenemos que tocar el timbre.  Quedamos tres hombres y tres mujeres (discriminatorio e igualitario, hay que reconocérselo). Uno de los chicos es el anodino. El y los otros dos después de tocar el timbre, entran medio minuto y salen para irse sin mirar atrás ni despedirse.

Entran las dos chicas; voy a ser la última, está claro. La primera sale a los cinco minutos. Corbata Hiriente la despide desde la puerta diciéndole que la llamará para unas pruebas informáticas. Con la segunda, sale al rellano y la acompaña hasta las escaleras. Mientras le da la mano le pregunta si no le importaría trabajar gratis tres meses, dos horas al día para “hacer rodaje”.  Hago como que no he oído nada y sigo mirando fijamente la pared. Me he quedado sola y no hay mucho más que hacer.

El chico del  bigote de dentro ha salido a fumarse un cigarrillo y se pone a mi lado.

–¿Qué, cómo lo llevas? –me pregunta como si nos acabáramos de conocer  en una discoteca.

 Sospechando que puede tratarse de una tercera, (o cuarta) prueba me limito a sonreir  y contestarle  alguna ambigüedad.

De repente, desde dentro se escucha un trueno:

– ¡¡¡ Sr. Garay, le estoy esperando dentro para trabajar!!!

Al sr. Garay se le contrae el bigote (lo juro) y entra corriendo después de apagar el cigarrillo en el gotelé de la pared. Así que me quedo sola de nuevo.

Después de un rato,  Corbata Hiriente asoma por la puerta y me dice que si al transcurrir diez minutos no ha salido a llamarme debo tocar al timbre.  Acto seguido vuelve a entrar en el Cubo. Confieso que a estas alturas, ya solo estoy aquí por pura y masoquista curiosidad, y que el trabajo no me interesa lo más mínimo.  De hecho empiezo ya a pensar en cámaras ocultas. Por si acaso, saco el libro que siempre llevo en el bolso y finjo leer.

Por fin vuelve a abrirse la puerta y  Corbata Hiriente me  invita a tomar un café fuera para continuar la entrevista.  Le acompaño pensando que después de todo el camarero bizco va a tener suerte hoy, pero pasamos de largo del bar y después de caminar unos cien metros y de doblar  una esquina,  llegamos a una especie de cafetería para jubilados.  Vacilo en la puerta por primera vez, ¿y si estoy con un psicópata? Dado mi nivel de suerte de los últimos meses, es una posibilidad digna de tener en cuenta, pero cuando le miro, realmente sólo veo a un capullo engreído y decido ser más confiada. La verdad es que no me apetece ir a casa.

Así que suspiro y entro. Cuando ya  estoy sentándome, Corbata Hiriente me detiene y me obliga a ocupar una silla diferente.  Pide un café cortado y yo un té. Decido relajarme y ver en qué termina este día tan raro.

Mientras la camarera, curiosamente bizca también (¿ella y el colega del bar cutre serán parientes?) nos coloca delante el café y el té en unas tazas sospechosamente poco limpias, Corbata Hiriente me reprocha haber sido una grosera  con mi comentario de antes. Tengo que hacer un esfuerzo para saber a qué se refiere, hasta que caigo en la cuenta que está hablando de cuándo le he dicho que yo había llegado la última y había gente antes que yo.

Parece ser que he cometido el craso error de abrir la boca cuando en una entrevista hay que cerrarla. Además, debo recordar siempre que él es el empresario y el empresario es Dios. A partir de ahí, empiezo a desconectar un poco. Me resulta difícil seguirle, salta de un tema a otro sin relación aparente entre sí, y utilizando un lenguaje tan ampuloso y artificial que a veces no le entiendo. Vuelvo a enganchar cuando me dice que no tengo ni idea de Marketing («¿el puesto no era para secretaria?» ).  Coge una servilleta y me dibuja una especie de gráfico para explicarme torpemente algún concepto que no logro deducir. Según él, no puedo ir a casa sin saber una cosa más.

—Le confieso que me extraña esta forma de entrevista tan atípica en una cafetería –le digo mientras revuelvo mi té.

–A mí me parece de lo más normal –me responde secamente–. Primero, yo bebo mucho café y segundo…

De lo segundo no llego a enterarme, porque en ese momento se acerca la camarera con la cuenta y ya después, él comienza a divagar y a saltar de un tema a otro de nuevo. Ambos perdemos el hilo.

Durante media hora, se enreda en complicadas disertaciones sobre el tejido empresarial, la falta de educación de la juventud actual y el precio de los calabacines, impresionante. El dolor de cabeza que ya traía me está matando ahora mismo, acuciado por el hambre. Me importa entre cero y nada lo que este tipo me está contando, sólo quiero tomar un poco de azúcar y marcharme. Pero me viene a la mente la imagen de mí misma tumbada en el sofá ante la tele, y me da tanta pereza que me quedo.

He desconectado tanto que tardo en darme cuenta de que Corbata Hiriente ha hecho una pausa y me está mirando.

–Es usted muy bonita.

«Mierda, psicópata al fin y al cabo».  Miro alrededor para ver con qué parroquianos cuento en caso de necesitar ayuda.  La ancianita que hace punto en el rincón no me da mucha confianza, pero esas agujas de calcetar tienen posibilidades. Ni rastro de la camarera bizca.

Lo peor es que me encuentro dándole las gracias por el cumplido.

–Tiene usted mucho potencial – asegura–  y por eso me tomo tantas molestias. No pienso darle el trabajo. La verdad es que me resulta extraño que una persona como usted no tenga ya uno.

Se interrumpe para beber su café y yo le miro cansada, me ha resultado una explicación algo confusa y no sé qué decir.

–Bueno, a lo mejor la llamo – posa la taza con fuerza en la mesa–, sí, la voy a llamar. ¡Al carajo! ¡La voy a llamar!

Me acompaña hasta la parada del bus y se despide con un apretón de manos. Ya desde el bus veo cómo se aleja caminando. A pesar del calor que hace, lleva un abrigo de paño que me hace sudar a distancia. Tiene un pelo abundante y canoso, al que le haría falta un buen corte, o al menos un buen peine.


«Vaya día», cierro los ojos y apoyo la cabeza en el cristal.



(continuará)







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